19.11.09

Interludio: La luna verde

... en la oscuridad se escuchaba a los perros ladrando, los cascos de las monturas, las bestias apresurando su huida entre la espesura. El calor empalagoso cargó de gotas de sudor la blanca piel mientras la presa forzaba una y otra vez los músculos de sus patas para alejarse de las fauces que le acosaban, saltando de lado a lado con los ojos buscando el siguiente hueco entre la foresta, la cornamenta forrada de las ramas que una y otra vez se quebraban al paso del animal.


Los cazadores ya no se gritaban, casi tumbados sobre sus monturas seguian a sus rastreadores, los corazones retumbando al mismo ritmo de la persecución, las armas prestas, los ojos entrecerrados para evitar las hojas y espinas sin llegar a perder de vista el objetivo.


Y detrás de todos, el Señor de la caza, sin más nombre que su título, sin más misión u objetivo que la persecución, esperando como cada noche el punto álgido en que la presa da un traspié, porque la presa siempre es más rápida y conoce mejor el bosque que los cazadores, porque sólo cuando la locura le lleva a enfrentarse a sus acosadores tienen estos su oportunidad de demostrar lo que valen, porque puede que caigan ante el Señor del bosque o puede que lo dobleguen, porque siempre hay un vencedor, porque el vencedor puede reclamar su premio. Pero el premio no siempre lo concede el mismo Señor. Y no siempre el vencedor es el que alcanza a la presa. Y, caiga o triunfe, sea su sangre o la de quién le persigue la derramada, siempre todos saben que es el Señor del bosque, y lo honrarán de una u otra forma.


Y la próxima noche, cuando la luz se retire del mundo, los cazadores harán sonar sus cuernos, y llamarán a sus jaurias, y buscarán desde las alturas el claro donde la luna señala la llegada del gran ciervo reflejando por un momento su poder y su gloria. Y cuando este rayo de luna quede cubierto por las nubes jalearan a los perros y se lanzarán de nuevo al bosque y a la persecución.




...

En el silencio que sigue se escucha claramente el piafar de los caballos inquietos en la cuadra. Hugo dirige su mirada hacia la ventana, como si pudiera ver a través de las pesadas cortinas.

- Ya han llegado. Decidan lo que decidan, tienen mi gratitud eterna por las molestias que les he causado.

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